Desde el borde de
la mano se extienden hilos.
Se enredan en su
terco aislamiento
o entablan
conversaciones lánguidas con el cuerpo
abandonado en la
celda más remota del tedio.
Atan los pies con
las muñecas, y los nudillos
se agotan en el
puño que no logra cerrarse ni abrirse.
A veces penetran
desde las plantas hasta los pelos
en viaje vertical
intenso, casi agresivo,
golpeando el
cerebro -máquina. Lo aturden,
lo lubrican para
fluir entre el rojo y el azul.
Lo obligan aunque
exhale noes redondos.
Otras, hamacan
partículas transparentes suaves
que ruedan lentas
y aéreas en todas direcciones.
Las envuelven en
un clima curvo y blando, descanso
para los ojos
asfixiados de tantos silencios.
Un juego. Sólo un
juego que se angustia
en la última
partida, cuando las pequeñas esferas
estallan en el
muro corrosivo del cinismo.
¿Un juego que
nadie sabe jugar?
Y los hilos flotan
desde el borde de la mano
hacia el origen
de qué mar, de qué cielo
-cuál es la
pertenencia, cuál el ser y el hombre
unidos en el
cuerpo. Todo se corrompe
en la tierra
apisonada por siglos.
Bajo los pasos se
reproducen voces enterradas.
Su sangre cava túneles
desesperados
que se encorvan y
enderezan atraídos por la luz-
Una luz –debe
haber una luz-
-la espera es movimiento
pero sigue siendo espera, ya visceral-
Una luz -¿ debe
haber una luz?-
Nadie sabe azular
paredes que trepan veloces
colgándose de
cielos temibles ¿hacia dónde?
Desde el borde de
la mano nacen
más hilos tenues,
largos, infinitos, sin enlace,
con ansia que aumenta
y agobia los huesos trajinados.
A su lado otros
bordes de manos tienen agujeros viejos.
Manos grises y
secas, sin hilos posibles,
como puertas sin
goznes muertas en el piso.
A medio camino la
desesperación, el no,
el grito que
arranca desde la fuente océano.
Allí se reflejan
los ojos espantados y fijos.