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II. PUBERTAD. (DE SEÑALES EVOLUTIVAS)



Comencé a desarmarme lentamente. Mi alma caía al filo de las manos. Escrutaba el insomnio desde la oscuridad. La palabra apenas estaba naciendo, y el silencio era la inmensidad de mis ojos en el espejo. Había perdido la austeridad infantil y todo era una suerte de exceso que no alcanzaba a captar con mi cuerpo: las personas y las cosas eran demasiado importantes y también demasiado pequeñas. La amistad era el perfecto parámetro de justica, el perfecto amor. Casi prehistóricamente, como si nunca más hubiera vivido esa intensidad, recuerdo las larguísimas horas de sufrimiento y soledad, las incontables muertes del corazón, la sangre estallando sin escape del cuerpo. La esencia era el nombre, pronunciarlo hasta el hartazgo, apartar cada fonema y destrozarlo, repararlo, gritar el nombre montada en la bicicleta con el sol en el pelo, desconocerlo y amarlo furiosamente. La distancia irreparable de la familia. La cama deshecha por la transpiración de la noche. La euforia escolar, las peleas, la risa desenfrenada del compañerismo junto con la ausencia instantánea del mundo y la fusión del alma con el cosmos. Entonces era la oración: tomar la lapicera y el papel, emitir la corriente de los huesos, y la búsqueda. Comencé a intentar el vacío desde la palabra.