Comencé a desarmarme lentamente.
Mi alma caía al filo de las manos. Escrutaba el insomnio desde la oscuridad. La
palabra apenas estaba naciendo, y el silencio era la inmensidad de mis ojos en
el espejo. Había perdido la austeridad infantil y todo era una suerte de exceso
que no alcanzaba a captar con mi cuerpo: las personas y las cosas eran
demasiado importantes y también demasiado pequeñas. La amistad era el perfecto
parámetro de justica, el perfecto amor. Casi prehistóricamente, como si nunca
más hubiera vivido esa intensidad, recuerdo las larguísimas horas de sufrimiento
y soledad, las incontables muertes del corazón, la sangre estallando sin escape
del cuerpo. La esencia era el nombre, pronunciarlo hasta el hartazgo, apartar
cada fonema y destrozarlo, repararlo, gritar el nombre montada en la bicicleta
con el sol en el pelo, desconocerlo y amarlo furiosamente. La distancia
irreparable de la familia. La cama deshecha por la transpiración de la noche.
La euforia escolar, las peleas, la risa desenfrenada del compañerismo junto con
la ausencia instantánea del mundo y la fusión del alma con el cosmos. Entonces
era la oración: tomar la lapicera y el papel, emitir la corriente de los
huesos, y la búsqueda. Comencé a intentar el vacío desde la palabra.