2/4/15

I. INFANCIA (DE SEÑALES EVOLUTIVAS)



Cuando era niña deseé crecer como quien espera un fruto codiciado. El tiempo nutrió los abismos estrenando una nueva forma para asolar la cama de cada noche, engrandecer la ventana árida que los engendradores me dieron. Sólo esa herencia y el mar que inundaba el sueño. Como cómplice la oscuridad, el terror de los ojos abiertos y la ceguera, los monstruos míticos y correr, correr con el grito impedido, morir y despertar, el sudor hasta la sábana, madre única en las horas nocturnas. De pronto la mañana, la salvadora, el disfraz del delantal y del café con leche, inventar mi juego mental o sentir el alma: entonces ocurría el descubrimiento, la visión de lo que no era: eso signaba mis pupilas y me acercaba el trasmundo, o algo intuido en el sueño de la casa-laberinto repetido en los fulgores lunares, los muebles infinitos y el aire amarillento, ambarino, un clima de pesado misterio, tan presente como el olor de la lluvia recién caída. Eran días en que la luz pasaba a través de mi cuerpo, como un cristal lúcido ensamblador del tiempo, y el sol entraba por los pies suavemente con la ternura de la tarde. Y esperaba, con una dulce paciencia que más tarde suplí por ritos amargos. Quería ver el fruto y morderlo. Seguí alimentando los abismos, las nubes iridiscentes que el mar me traía, el bosque oscuro y húmedo, el cielo que limitaría mi cuerpo en la soledad única, la sutil proporción de la dualidad amante, el viento en los párpados para no olvidar nunca su ferocidad. Las piedras crecieron conmigo acompañándome, acunando los huecos del existir, conformando los huesos, y llegaron al cuerpo con el límite de la piel y la sangre por testigos del mundo. Recurrí al silencio plasmático con el primer poema.