Cuando era niña deseé crecer como
quien espera un fruto codiciado. El tiempo nutrió los abismos estrenando una
nueva forma para asolar la cama de cada noche, engrandecer la ventana árida que
los engendradores me dieron. Sólo esa herencia y el mar que inundaba el sueño.
Como cómplice la oscuridad, el terror de los ojos abiertos y la ceguera, los
monstruos míticos y correr, correr con el grito impedido, morir y despertar, el
sudor hasta la sábana, madre única en las horas nocturnas. De pronto la mañana,
la salvadora, el disfraz del delantal y del café con leche, inventar mi juego
mental o sentir el alma: entonces ocurría el descubrimiento, la visión de lo
que no era: eso signaba mis pupilas y me acercaba el trasmundo, o algo intuido
en el sueño de la casa-laberinto repetido en los fulgores lunares, los muebles
infinitos y el aire amarillento, ambarino, un clima de pesado misterio, tan
presente como el olor de la lluvia recién caída. Eran días en que la luz pasaba
a través de mi cuerpo, como un cristal lúcido ensamblador del tiempo, y el sol
entraba por los pies suavemente con la ternura de la tarde. Y esperaba, con una
dulce paciencia que más tarde suplí por ritos amargos. Quería ver el fruto y
morderlo. Seguí alimentando los abismos, las nubes iridiscentes que el mar me
traía, el bosque oscuro y húmedo, el cielo que limitaría mi cuerpo en la
soledad única, la sutil proporción de la dualidad amante, el viento en los
párpados para no olvidar nunca su ferocidad. Las piedras crecieron conmigo acompañándome,
acunando los huecos del existir, conformando los huesos, y llegaron al cuerpo
con el límite de la piel y la sangre por testigos del mundo. Recurrí al
silencio plasmático con el primer poema.