I
La noche. Cubierta de una nube blanca y densa. En el fondo de la habitación
el cuerpo habla. La piel disemina mariposas, estrellas o lombrices en el aire. Resplandecen
en la oscuridad como si el mundo acabase en la corteza de las cuatro paredes. No
existe la luz. Sí la pureza. Negra. Esa nube, los cuatro miembros en entrega
del reino subterráneo y untuoso. Lluvia de temblores, de ínfimas miradas que
nadie osa profanar. La instantánea del amor se viste a veces de una santidad
fugaz. Y nada existe en su límite, sino en su raíz. El océano fusionador de los
cielos cuelga de la boca.
II
La tristeza ilumina las caras. Los gestos revelan una languidez propia. Ese
aire que me rodea, esa humedad de la tarde, de la única luz vespertina, caen
enteros sobre el cuerpo. Nada mide mi paso más que el núcleo de largas horas lluviosas
frente al mar. El mar que todo lo lleva, lo anega, lo arrebata. El mar anuda
mis ojos sobre las manos y los suelta, esferas videntes en el agua. Deshace los
hilos óseos y los tejidos orgánicos. Los frutos pudren sus carnes a la orilla
lavándose en tormentas. El agua reina muta mis miembros, los castiga y ama, los
mece en una cuna mortal. La llanura del agua en el pelo ondula con un vaivén verde cobrizo áureo en una conjunción
de algas. Y los peces y moluscos blanden sus cuerpos suaves bajo mis pies, como
arma poderosa que requiere el silencio. Los pies, blancos y traslúcidos sobre
los ojos, surcados de venas de agua, recibirán el beso último de la luz.
III
Crepúsculo. En la medianía de mi cuerpo descansa la mujer que ama. Surca el
cielo hasta el sol. Las alas son de bronce transparente, y lleva violetas en
los tobillos. Del último invierno. Los pájaros la saludan acompañando su ritmo
curvo. El aire afila sus rasgos en golpes sabios. La mujer que ama despliega
sus armas aéreas al final del viaje. Teme la herida de los muros en las
montañas. En una maniobra audaz traza el horizonte. El mundo llueve nidos hacia
el cielo y ella los reúne en su útero.