6/1/13

FASES



I

La noche. Cubierta de una nube blanca y densa. En el fondo de la habitación el cuerpo habla. La piel disemina mariposas, estrellas o lombrices en el aire. Resplandecen en la oscuridad como si el mundo acabase en la corteza de las cuatro paredes. No existe la luz. Sí la pureza. Negra. Esa nube, los cuatro miembros en entrega del reino subterráneo y untuoso. Lluvia de temblores, de ínfimas miradas que nadie osa profanar. La instantánea del amor se viste a veces de una santidad fugaz. Y nada existe en su límite, sino en su raíz. El océano fusionador de los cielos cuelga de la boca.

II

La tristeza ilumina las caras. Los gestos revelan una languidez propia. Ese aire que me rodea, esa humedad de la tarde, de la única luz vespertina, caen enteros sobre el cuerpo. Nada mide mi paso más que el núcleo de largas horas lluviosas frente al mar. El mar que todo lo lleva, lo anega, lo arrebata. El mar anuda mis ojos sobre las manos y los suelta, esferas videntes en el agua. Deshace los hilos óseos y los tejidos orgánicos. Los frutos pudren sus carnes a la orilla lavándose en tormentas. El agua reina muta mis miembros, los castiga y ama, los mece en una cuna mortal. La llanura del agua en el pelo ondula con un  vaivén verde cobrizo áureo en una conjunción de algas. Y los peces y moluscos blanden sus cuerpos suaves bajo mis pies, como arma poderosa que requiere el silencio. Los pies, blancos y traslúcidos sobre los ojos, surcados de venas de agua, recibirán el beso último de la luz.

III

Crepúsculo. En la medianía de mi cuerpo descansa la mujer que ama. Surca el cielo hasta el sol. Las alas son de bronce transparente, y lleva violetas en los tobillos. Del último invierno. Los pájaros la saludan acompañando su ritmo curvo. El aire afila sus rasgos en golpes sabios. La mujer que ama despliega sus armas aéreas al final del viaje. Teme la herida de los muros en las montañas. En una maniobra audaz traza el horizonte. El mundo llueve nidos hacia el cielo y ella los reúne en su útero.











EL ANIMAL




El animal brota en la piel y crece. Agigantados sus colmillos por el hambre desgarra la ciudad que ayer frecuentaba desde nuestras manos. Rasga mi cuerpo hasta el corazón y me lo quita. ¿Lo ves? ¡Ja! Casi no podés creer, eso que amaste, un pedacito de carne sangrante en las garras de mi fiera. Fiera-destino come su obra primigenia, llenando su estómago de luchas y fusilamientos en plena cama, donde libramos cada combate con nuestros sexos, y lloramos como locos, y reímos como desahuciados. Ahora la bestia me mira furtivamente, parece que quiere arrancarme las manos; pero no, vuelve en su asombro porque el corazón palpita por sí mismo, y sólo mira estupefacta descansando sobre sus ancas.
Reina un silencio sepulcral. Los tres miramos las sístoles y diástoles casi fuera del cuerpo. El animal bosteza, se sacude y empieza la retirada. Nosotros nos tendemos, fatigados en extremo, mientras mi corazón –¿mi corazón?- crece en un ángulo de la casa.

PENDIENTE



Me asaltó un remolino y me tiró en pendiente. Pendiente de mí, de mi origen puesto en la ventana del mundo. Me arrojan el ancla y no la veo, entro en el ojo de la tormenta.
¿Era yo una flor acariciante, intimidad del día develada a tus ojos, y ese temor de morir aferrada a la llanura de la vida que atraviesa los años y las puertas?

¿Alguien ve esta turbulencia que succiona mi cuerpo en pausas lentas, extrae la médula y construye mis pechos, esta vorágine que surge desde mis huesos y me envuelve el sexo?

Ahora suben hombres, sacan boleto, y me llenan de ojos, de humedades invisibles y acicaladas. Corbata, miembro y valija es lo mismo. Crecen agigantados en mi cara y ni rozan mi permanencia. Ordeno a cada uno sentarse y obedecer a su impotencia, desnudo su pobreza de profundidad. Entonces una soga me tira de las manos hacia el costado del mar aéreo del cuerpo. Llueve un alud de piedras preciosas, sin peso; moldean mi tórax y frotan mi lengua con sabores incólumes.

Algún origen tendré entre los cardos y el desierto, los bosques húmedos y las lluvias de la selva. Entre el océano y el cielo puedo estirarme, y nadie sabe la elasticidad de mi piel y de mi alma, a punto de cortarse, sin quebrarse. Pálido habla un fuego que empieza a emerger y tengo el sitio exacto entre las personas. Hundo el índice en la materia y se ablanda. Hasta mis huesos llenan el espacio que habita el alma.