Me asaltó un remolino y me tiró en pendiente.
Pendiente de mí, de mi origen puesto en la ventana del mundo. Me arrojan el
ancla y no la veo, entro en el ojo de la tormenta.
¿Era yo una flor acariciante, intimidad del día
develada a tus ojos, y ese temor de morir aferrada a la llanura de la vida que
atraviesa los años y las puertas?
¿Alguien ve esta turbulencia que succiona mi
cuerpo en pausas lentas, extrae la médula y construye mis pechos, esta vorágine
que surge desde mis huesos y me envuelve el sexo?
Ahora suben hombres, sacan boleto, y me llenan
de ojos, de humedades invisibles y acicaladas. Corbata, miembro y valija es lo
mismo. Crecen agigantados en mi cara y ni rozan mi permanencia. Ordeno a cada
uno sentarse y obedecer a su impotencia, desnudo su pobreza de profundidad.
Entonces una soga me tira de las manos hacia el costado del mar aéreo del
cuerpo. Llueve un alud de piedras preciosas, sin peso; moldean mi tórax y
frotan mi lengua con sabores incólumes.
Algún origen tendré entre los cardos y el desierto,
los bosques húmedos y las lluvias de la selva. Entre el océano y el cielo puedo
estirarme, y nadie sabe la elasticidad de mi piel y de mi alma, a punto de
cortarse, sin quebrarse. Pálido habla un fuego que empieza a emerger y tengo el
sitio exacto entre las personas. Hundo el índice en la materia y se ablanda.
Hasta mis huesos llenan el espacio que habita el alma.
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