El animal brota en la piel y crece.
Agigantados sus colmillos por el hambre desgarra la ciudad que ayer frecuentaba
desde nuestras manos. Rasga mi cuerpo hasta el corazón y me lo quita. ¿Lo ves? ¡Ja!
Casi no podés creer, eso que amaste, un pedacito de carne sangrante en las
garras de mi fiera. Fiera-destino come su obre primigenia, llenando su estómago
de luchas y fusilamientos en plena cama, donde libramos cada combate con
nuestros sexos, y lloramos como locos, y reímos como desahuciados. Ahora la
bestia me mira furtivamente, parece que quiere arrancarme las manos; pero no,
se vuelve en su asombro porque el corazón palpita por sí mismo, y sólo mira
estupefacta descansando sobre sus ancas.
Reina un silencio sepulcral. Los
tres miramos las sístoles y las diástoles casi fuera del tiempo. El animal
bosteza, se sacude y empieza la retirada. Nosotros nos tendemos, fatigados en
extremo, mientras mi corazón -¿mi corazón?- crece en un ángulo de la casa.
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